En 1918, la empresa
barcelonesa La Maquinista Terrestre y Marítima estableció en el barrio de Sant
Andreu una nueva factoría, especializada, por primera vez en España en la construcción de locomotoras de vapor.
Vista de
los talleres de La Maquinista Terrestre y Marítima de Sant Andreu
Los inicios de la industria de
construcción de material móvil en nuestro país fueron verdaderamente difíciles.
Es preciso recordar que para favorecer la rápida implantación del ferrocarril
en España el gobierno promulgó la Ley General de Ferrocarriles del 3 de
junio de 1855, por la que se priorizó a toda costa la construcción de la nueva
red sin perder tiempo a la espera de que la industria del país estuviera preparada
para suministrar todos los equipos necesarios; desde locomotoras y vagones
hasta carriles o puentes metálicos. Claro está que en aquel momento el tejido
industrial del país era prácticamente inexistente. En consecuencia, el capítulo
IV, artículo 5º de la citada Ley, consagraba la libre importación de toda clase
de equipos necesarios para la construcción y explotación de los nuevos
ferrocarriles.
La
Ley General de Ferrocarriles de 1855 permitió a los concesionarios,
estrechamente relacionados con grandes grupos financieros e industriales
franceses, británicos y belgas, a su vez vinculados con los fabricantes de
locomotoras, vagones o carriles de sus respectivos países, adquirir en estas
empresas todos los equipos precisos. Por ello, y a diferencia de otras naciones
en las que la ingente demanda del nuevo medio de transporte fue el principal
incentivo para el desarrollo de su industria, en España apenas tuvo repercusión
en su tejido económico.
Los
nuevos talleres de Sant Andreu iniciaron su actividad con la construcción de
las locomotoras de la serie 1400 de MZA. Fotografía de Xavier Santamaría
En
la década comprendida entre 1856 y 1865 se pusieron en servicio en España más de 4.200 kilómetros de nuevas vías
férreas, lo que exigió la importación de ingentes cantidades de locomotoras,
vagones o carriles. Sin embargo, la misma libertad arancelaria que permitió la
rápida implantación de la red básica ferroviaria del país, al poder adquirir
todos los equipos necesarios sin tener que esperar a que la industria nacional
estuviera capacitada para su fabricación, propició también la ruina de las
concesionarias de la nueva red de transportes: al no haber fomentado el
desarrollo de un tejido industrial, no se generó la demanda de transporte que
habría permitido la viabilidad económica de la mayor parte de las empresas
concesionarias y, en consecuencia, muchas de ellas quebraron, arruinando a sus
accionistas.
Pese
a la libertad arancelaria, ya en 1860 se registraron los primeros intentos para
construir en España material ferroviario, como es el caso de los vagones
construidos dicho año en la Herrería
Barcelonesa, más tarde Material para Ferrocarriles y Construcciones y,
posteriormente, Macosa, cuyos propietarios, los hermanos Girona, eran también
los promotores, entre otros, del ferrocarril de Barcelona a Granollers. Sin
embargo, tras la gran crisis que experimentaron los ferrocarriles españoles una
vez concluida la primera fase de construcción de líneas entre 1856 y 1865, como
se ha señalado, en buena medida motivada por la falta de tráfico en un país
escasamente industrializado, y después de superar el turbulento periodo del
sexenio revolucionario, no se supo aprovechar la promulgación de una nueva Ley
General de Ferrocarriles y Tranvías, aprobada el 23 de noviembre de 1877, para
modificar la situación. Por el contrario, aunque la nueva normativa limitaba, en
teoría, las franquicias arancelarias otorgadas a los nuevos concesionarios de
vías férreas, en la práctica, no se puso eficaz freno a las importaciones al
contemplar numerosas excepciones. De este modo era difícil que los empresarios
e inversores españoles se animaran a arriesgar sus capitales en industrias de
este tipo.
Vista de
la nave de montaje de locomotoras de La Maquinista Terrestre y Marítima en Sant
Andreu
No
obstante, y a pesar de las dificultades, algunos empresarios como los antes
mencionados Girona de Barcelona, La Maquinista Terrestre y Marítima, también en
la ciudad condal, La Fundición Primitiva Valenciana, Mariano de Corral en
Bilbao y otros empresarios intentaron con mayor o menor éxito introducir sus
productos en el sector, con pequeñas series de locomotoras y vagones, en
general de carácter artesanal. Únicamente la progresiva modificación de las
políticas arancelarias a finales del siglo XIX permitió la paulatina
sustitución de las importaciones, tarea que, en todo caso, no resultó fácil
para los nuevos fabricantes. En efecto, pese a las progresivas barreras
impuestas a las importaciones, los productos fabricados en España difícilmente
podían competir con los de las principales casas extranjeras que gracias a su
gran capacidad productiva podían abaratar los costes y, además, contaban con la
ventaja de disponer de amplias redes comerciales y un consolidado prestigio en
el mercado nacional.
Las
consecuencias de la Primera Guerra Mundial en España supusieron un cambio
radical en el sector. El brusco incremento que experimentó una de las primeras
partidas de gasto de las compañías ferroviarias, el carbón, así como el aumento
del coste de la mano de obra y la imposibilidad de incrementar las tarifas,
agravaron la siempre delicada situación de estas empresas. Ante el riesgo de
colapso de un sistema de transporte entonces esencial para el país, el Gobierno
tomó diferentes medidas en su apoyo, incluida la financiación de inversiones
para la mejora y modernización de la red. Sin embargo, en esta ocasión se
entendió que resultaba prioritario apoyar a la industria nacional que
disfrutaría de importantes ventajas respecto a la competencia extranjera.
La serie
1600 de MZA, una versión especializada en servicios de cercanías derivada de la
1400, también fue diseñada y construida por La Maquinista Terrestre y Marítima.
Fotografía de Xavier Santamaría
Al
calor de las nuevas políticas gubernamentales, abiertamente proteccionistas, y
al decidido apoyo estatal a la modernización del ferrocarril, los rectores de La
Maquinista Terrestre y Marítima, empresa fundada el 14 de septiembre de 1855 en
el barrio de la Barceloneta de la ciudad condal, y que entre 1883 y 1917 había
construido de forma artesanal 89 locomotoras de vapor, decidieron construir una
nueva factoría destinada específicamente a la construcción de estos vehículos.
Para
afrontar la construcción de la nueva factoría, La Maquinista Terrestre y
Marítima decidió en 1917 realizar una notable ampliación de capital, que pasó
de los 3.712.500 de pesetas escriturado hasta la fecha a 20 millones. De ellos,
ocho millones fueron suscritos por las dos principales compañías ferroviarias
españolas; Madrid-Zaragoza-Alicante y Norte, con cuatro millones de capital
cada una de ellas. Sin embargo, el desinterés de esta última por los modelos
diseñados por la empresa barcelonesa, unido a las vinculaciones de destacados
miembros de su consejo de administración con nuevos fabricantes de locomotoras
de vapor establecidos en Bilbao como Babcock & Wilcox y Euskalduna,
redujeron los pedidos de la Compañía del Norte a tan solo 15 máquinas entre
1920 y 1940, cifra que contrasta con las 310 contratadas con las dos firmas
vizcaínas en el mismo periodo.
Uno de los grandes hitos de La Maquinista
Terrestre y Marítima fue la construcción de las míticas locomotoras «Santa Fe».
Fotografía de Xavier Santamaría
Aun
sin iniciar las obras de los nuevos talleres, diseñados por el ingeniero Joan
Curet, la compañía de los ferrocarriles de Madrid-Zaragoza-Alicante confió en
la iniciativa de La Maquinista Terrestre y Marítima y el 17 de enero de 1918 le
encomendó la construcción de 50 locomotoras del nuevo modelo 1400, una cifra
más que considerable si se tiene en cuenta la reducida experiencia que hasta la
fecha había acumulado la empresa, con menos de un centenar de locomotoras
construidas en 25 años, con una media de tan solo 3,56 anuales. Poco después,
se completó la adquisición de los terrenos necesarios y se emprendieron las
obras de construcción de los pabellones, de modo que en el otoño de 1918 ya se
pudo iniciar su fabricación.
El
20 de agosto de 1920 salía de los nuevos talleres de La Maquinista Terrestre y
Marítima la primera locomotora, la 1401, del pedido encomendado dos años antes
por la compañía de los ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante. De este
modo, quedaba consolidada la producción industrial en la factoría de Sant
Andreu que, desde entonces, se especializaría en la fabricación de material
ferroviario.
En los años cuarenta, La Maquinista Terrestre y
Marítima construyó para Renfe las locomotoras de la serie 2.200. Fotografía de
Xavier Santamaría
En
los nuevos talleres de Sant Andreu, La Maquinista Terrestre y Marítima
construyó 631 locomotoras de vapor. Con anterioridad a la Guerra Civil su
principal cliente fue, sin duda, la compañía de los ferrocarriles de Madrid a
Zaragoza y Alicante, con un total de 375 unidades entre las que destacan,
además de las 1400, las series 1600 y 1700. Finalizado el conflicto y
nacionalizadas las concesionarias privadas, la estatal Renfe prácticamente
monopolizó los pedidos, con otras 142 máquinas, entre ellas las famosas “Santa
Fe” y las no menos populares “Confederación”. Las únicas excepciones fueron dos
locomotoras de vapor entregadas a los ferrocarriles portugueses en 1947 y,
también, la última máquina fabricada en estas instalaciones, que tuvo como
destino un ferrocarril industrial, la línea de Andorra a Escatrón (Teruel), de
la Empresa Nacional Calvo Sotelo. Esta sociedad estatal adquirió en 1957 la
“Samper de Calanda”, que cerró la producción de la firma catalana con el número
de fábrica 721.
Antes
de que el declive de la tracción vapor implicara el fin de la construcción de
esta clase de locomotoras, La Maquinista Terrestre y Marítima fue adaptando sus
talleres para la fabricación de máquinas diésel y eléctricas, así como material
para ferrocarriles metropolitanos, coches y vagones. De este modo, se pudo
mantener la actividad de los talleres de Sant Andreu que incluso llegaron a
participar en la construcción de los primeros trenes AVE de nuestro país. Sin
embargo, los vaivenes del mercado ferroviario, afectaron a sus resultados
económicos. Para intentar garantizar la situación de una empresa considerada
estratégica por el gobierno español de la época, a partir de 1956 entró en su
capital el Instituto Nacional de Industria. Este organismo público se
convertiría en 1972 en el accionista mayoritario y una década más tarde era
prácticamente el único propietario.
La «Samper de Calanda», suministrada al
ferrocarril industrial de Andorra a Escatrón (Teruel), fue la última locomotora
de vapor construida por La Maquinista Terrestre y Marítima. Fotografía de Jordi
Escudé i Coll
A
finales de los ochenta, en el marco de un programa de privatización y
racionalización del sector industrial ferroviario de titularidad estatal, los
históricos talleres de Sant Andreu fueron vendidos a la multinacional
franco-británica GEC-Aslthom que, en 1993 optó por clausurarlos y trasladar su
actividad a unas modernas instalaciones levantadas en Santa Perpètua de Mogoda
(Barcelona). Poco después, en 1997, las instalaciones fabriles de Barcelona
fueron derribadas y en sus terrenos se construyó un centro comercial, viviendas
y un amplio parque que precisamente recibe el nombre de Parc de La Maquinista
Terrestre y Marítima. Además se levantó un pequeño edificio, obra del
arquitecto Juan Fernando de Mendoza que alberga el Museu Històrico-Social de La
Maquinista, inaugurado en enero de 2000 y que alberga documentación, planos,
fotografías, maquetas y objetos históricos que mantienen viva la memoria de la
que fue primera fábrica de locomotoras de vapor de nuestro país.