En
contraste con esta imagen de la carbonera de la estación de Teruel,
perfectamente abastecida en 1965, en septiembre de 1917 las reservas de
combustible de las compañías ferroviarias españolas estaban prácticamente
agotadas. Fotografía de Xavier Santamaría. Archivo EuskoTren/Museo Vasco del
Ferrocarril
El 28 de septiembre de 1917, la Gaceta
de Madrid publicó un Real Decreto, dictado el día anterior por el Vizconde
de Eza, Director General de Obras Públicas, por el que se prohibían las
facturaciones de pequeña velocidad, excepto las de carbón, en toda la red de la
Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España, la mayor del país, y,
además, restringía la circulación de los trenes de viajeros en todas las vías
férreas españolas a «un tren correo al máximo de carga, con composición en la
que predominen los coches de tercera clase, y a un mixto, considerándose correo
y mixto de composición limitada».
El origen de esta drástica decisión gubernamental se encontraba en la
primera crisis energética vivida por nuestro país a lo largo de su historia: el
grave desabastecimiento de carbón que comenzó a afectar a la industria y el
transporte desde mediados de 1915 como consecuencia de la completa alteración
del mercado de este combustible, provocada a su vez por la Primera Guerra
Mundial.
Es preciso señalar que a principios del siglo XX el carbón era, sin duda,
la principal fuente de energía disponible en España, masivamente utilizado por
la industria, el transporte y, también, en el consumo doméstico. Tan solo hacía
una década que había iniciado su desarrollo la electricidad y la utilización de
los derivados del petróleo era marginal en aquella época. En 1913, en vísperas
del inicio de la Primera Guerra Mundial, el consumo de carbón en España
ascendió a siete millones de toneladas, de las que poco más de cuatro habían
sido extraídas en las diversas cuencas mineras españolas, destacando entre
todas la Asturiana, con cerda de dos millones y medio. En consecuencia, cuando
en el verano de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial, España era un país
deficitario en combustibles, que debía recurrir a la importación para cubrir
cerca del 40% de su demanda.
Una
de las primeras consecuencias del conflicto bélico fue la brutal alteración del
mercado internacional de carbones. La extracción de este combustible en el
principal país productor, Gran Bretaña, cayó en picado al enviar a muchos de
sus mineros a los frentes de combate. Además, el bloqueo naval de los
submarinos alemanes y el consiguiente encarecimiento de los fletes, implicó la
forzosa reducción de las importaciones y la rápida escalada de los precios. Las
consecuencias de este proceso afectaron a todo el tejido industrial español y
de forma destacada al principal sistema de comunicación del momento, el
ferrocarril, no en vano, sus locomotoras de vapor quemaron en 1913 más de dos
millones de toneladas de carbón, cifra que representaba el 30% del consumo
nacional en una época en que la electrificación apenas alcanzaba a 150
kilómetros de vías férreas mientras que el uso de vehículos dotados de motores
de combustión interna era anecdótico.
La
caída de las exportaciones de carbón británico se agudizó a partir del 1 de
febrero de 1917 a consecuencia de una nueva ofensiva submarina alemana, de modo
que, en ese ejercicio, las importaciones españolas apenas representaron el 18%
del consumo nacional y, un año más tarde, tan solo el 8%. En paralelo, los
precios del combustible se incrementaron exponencialmente, de modo que, si en
1913 las principales compañías ferroviarias podían adquirir el combustible a
unas 32 pesetas la tonelada, en 1918 su precio alcanzó las 115 pesetas, ¡más
del triple en apenas cinco años!
Ante
la escasez del carbón británico, las empresas ferroviarias españolas se vieron
obligadas a consumir carbones nacionales. Sin embargo, en demasiadas ocasiones,
el combustible procedente de las minas españolas, muchas de ellas puestas en
explotación ante la falta de competencia extranjera, era de una calidad
notablemente inferior, de menor poder calorífico y con más cenizas, volátiles y
toda clase de escorias e impurezas. En consecuencia, era preciso adquirir y
consumir mucho más volumen de carbón en las locomotoras para obtener la misma
producción de vapor. De hecho, en 1918 los mineros españoles fueron capaces de
extraer de las entrañas de la tierra algo más de seis millones de toneladas,
que unidas al medio millón que todavía se pudo recibir de las islas británicas
representaban una cifra similar al consumo global de 1913 y, sin embargo, no
fue suficiente para atender satisfactoriamente la demanda, precisamente como
consecuencia de su menor calidad. Para compensar sus deficiencias, habría sido
necesario ampliar la producción en, al menos, un millón de toneladas más.
Al
desabastecimiento de carbones que arrastraba la economía española desde febrero
de 1917 se sumaron en agosto de dicho año las consecuencias de la huelga
revolucionaria iniciada el día 10 y que se prolongó hasta mediados de
septiembre. Este movimiento afectó en especial a la principal región productora
de carbón del país, Asturias, y, además, paralizó durante nueve días los
transportes de la Compañía del Norte, precisamente la que atendía los cotos
mineros de este territorio. Las consecuencias de esta huelga desbordaron la red
ferroviaria española que en los años previos ya había manifestado su
incapacidad ante el crecimiento del tráfico que impulsó la mayor actividad
industrial del país, gracias a la demanda de las potencias beligerantes, y,
también, al desvío del tráfico marítimo de cabotaje al tren, ante la amenaza de
los submarinos alemanes. De hecho, a partir de 1916 fueron constantes las
quejas sobre la falta de vagones en la prensa económica nacional.
Las
consecuencias de la huelga de agosto de 1917 no se hicieron esperar y un mes
más tarde las reservas de carbón se habían agotado en los principales centros
de consumo, así como en los depósitos de tracción de las principales compañías
ferroviarias. La situación era tan desesperada que, por ejemplo, el 14 de
septiembre la Gaceta de Madrid
publicaba una orden por la que la maquinaria de la Jefatura de Obras Públicas
solo debería quemar en sus calderas restos de poda y madera de árboles secos
para economizar carbón. Igualmente, algunas compañías ferroviarias se vieron
obligadas a utilizar leña para alimentar a sus locomotoras, mientras que muchas
industrias debieron cerrar sus puertas o reducir su producción ante la falta de
combustible. Por ello, no es de extrañar que la Real Orden del 27 de septiembre
de 1917 suprimiese en la Compañía del Norte cualquier otro tráfico de
mercancías que no fuera el del carbón, con el fin de priorizar al máximo la
distribución de las hullas que esperaban ser cargadas en las principales
estaciones asturianas, así como que se redujeran al mínimo imprescindible las
circulaciones de los trenes de viajeros en todos los ferrocarriles españoles.
Las
repercusiones de la primera crisis energética española, que alcanzó su punto
álgido en el otoño de 1917, afectaron a la economía del país durante el resto
de la Primera Guerra
Mundial y la inmediata posguerra. La escasez y carestía del carbón redujo el
ritmo de producción y también frenó el transporte terrestre ante la obligada
disminución del servicio ferroviario impuesta por el Gobierno con el fin de
economizar combustibles. Por otra parte, sus consecuencias resultaron funestas
para la ya de por sí débil situación económica de la mayoría de las compañías
ferroviarias, ya que los combustibles representaban para todas ellas la
principal partida de gasto, superior incluso a la del personal. El constante
incremento de su precio no pudo ser compensado con un paralelo aumento de las
tarifas, limitadas por las leyes que habían otorgado sus concesiones y, en
consecuencia, la explotación se hizo ruinosa. Solo la progresiva intervención
del Estado, que desembocó en la nacionalización de 1941 y la constitución de
Renfe salvó a una red ferroviaria que, en aquel momento, era imprescindible
para la economía del país.
Qué interesante saber sobre la primera crisis energética. Lo triste es que hoy sigan ocurriendo este tipo de cosas, aunque con los sistemas de control de flotas se ahorra bastante energía.
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