viernes, 21 de septiembre de 2012

TIC, TAC, TIC, TAC


Es prácticamente seguro que, cualquiera de las personas que en este momento están leyendo este texto, posee al menos un reloj. En su defecto, en la parte inferior del ordenador tenemos uno y, también, en el teléfono móvil. De hecho, no podríamos vivir sin estos pequeños aparatos que marcan el ritmo de nuestra sociedad. En todo momento, estamos pendientes de la hora que marcan sus manecillas o sus números digitales para poder llegar a tiempo al trabajo, quedar con nuestra pareja para ir al cine o para no perder el tren.

Hace doscientos años, en los albores de la era ferroviaria, la noción del tiempo de cualquier persona era mucho menos precisa que en la actualidad. Para empezar, ni siguiera existían los relojes de pulsera y los de bolsillo eran un auténtico artículo de lujo. Fabricados de forma manual por hábiles artesanos, su coste era muy elevado ya que el precio de los más baratos podía fácilmente suponer la suma del salario de más de seis meses para un trabajador medio.


Por tanto, al inicio del siglo XIX eran muy pocas las personas que disponían de un reloj propio y mucho menos las que contaban con un reloj portátil, ya que la mayoría de los existentes eran grandes relojes de péndulo que adornaban la estancia principal de sus casas. De este modo, era prácticamente imposible conocer cual era la hora exacta y la gente se orientaba, de forma aproximada, mediante la observación de la posición del sol o al escuchar las campanas de la iglesia más próxima. La percepción de la hora era muy imprecisa, algo absolutamente incompatible con el medio de transporte que revolucionó el mundo en esa centuria; el ferrocarril, cuyos trenes solo podían funcionar gracias al estricto cumplimiento de los horarios previamente establecidos.


El tren y la hora


Durante la primera mitad del siglo XIX, cuando el ferrocarril inició su desarrollo, la sociedad europea y norteamericana no tenía una noción precisa del tiempo al no haberse popularizado el instrumento necesario para su correcta medida: el reloj. Esto suponía un grave inconveniente, ya que el tren debía partir de la estación a una hora exacta, algo incompatible con el desconocimiento del momento preciso en que vivían sus clientes. Por ello, uno de los elementos que, desde los inicios de este medio de transporte ha caracterizado a sus estaciones ha sido el reloj.
Reloj monumental de la estación de Madrid-Atocha

Las principales estaciones de ferrocarril adornaron sus fachadas con relojes monumentales que desde una gran distancia podían ser vistos por los viajeros.  Además, las empresas ferroviarias tenían por costumbre adelantar la hora en estos relojes monumentales en dos o tres minutos, con lo que lograban que los clientes apresurasen el paso y llegasen a la estación con tiempo suficiente. Todavía hoy en día se mantiene esta tradición en algunos lugares, como el minuto de cortesía o minuto fantasma de los trenes que parten de la estación Grand Central de Nueva York que siempre salen un minuto más tarde del que marca la hora oficial.


Solamente las terminales principales contaban con relojes monumentales, pero con lo que sí que contaban todas las estaciones, hasta las más pequeñas, era con un reloj en el vestíbulo o en el gabinete del jefe de estación, cuya maquinaria también accionaba las manecillas del reloj que presidía el andén principal. En muchas ocasiones, este último era del tipo bifaz, es decir, con dos caras, para que pudiera ser visto perfectamente desde cualquier punto del andén.


Los relojes se convirtieron con el paso del tiempo en uno de los elementos más característicos del ferrocarril. Fabricantes como Paul Garnier, Girod o John Walker adquirieron fama mundial y algunos, como el elegante Mondaine de los ferrocarriles suizos, son auténticos iconos de la modernidad.
Los primitivos relojes ferroviarios contaban con un reloj principal, situado en el vestíbulo de la estación que, mediante una transmisión, también accionaba el reloj periférico situado en los andenes

La unificación de la hora y el tren


Sin embargo, para el correcto funcionamiento del ferrocarril no era suficiente dotar de relojes a sus estaciones. Existía un problema más grave que, durante muchos años, provocó grandes quebraderos de cabeza a las empresas ferroviarias e hizo que presionaran a sus respectivos gobiernos para conseguir algo que, en la actualidad, parece lo más normal del mundo: la unificación horaria.


En la actualidad, nos parece lo más natural que el planeta se encuentre dividido en tan sólo 24 husos horarios y que grandes extensiones compartan el mismo horario. El caso de China es el más extremo, con un único huso horario para todo su inmenso territorio y nos parece completamente normal que en Madrid, París o Berlín sea exactamente la misma hora.


En los inicios de la era ferroviaria, la situación era muy distinta. Ningún país había procedido a unificar la hora en su territorio y, por tanto, cada pueblo o ciudad tenía su propia hora local que era fijada en virtud de la posición del sol. En consecuencia, cualquier variación de longitud, es decir, cuando se viajaba de Este a Oeste o viceversa, suponía la necesidad de ajustar los relojes de bolsillo a la hora local.


Con anterioridad al desarrollo del tren, esta práctica no suponía un grave inconveniente, dada la baja velocidad con la que se realizaban los desplazamientos. Sin embargo, cuando se construyeron los primeros ferrocarriles de larga distancia, este hecho se convirtió en un grave problema. Por ejemplo, en Gran Bretaña, la diferencia horaria entre Londres y Manchester era de unos 20 minutos, y la explotación podía resultar caótica si cada una de las estaciones de la línea se regía por su propia hora local.


El primer ferrocarril en abordar este problema fue el Great Western Railway, que presentaba un claro trazado de Este a Oeste al enlazar Londres con Bristol. La línea había sido diseñada por el reputado ingeniero Isambard Kingdom Brunel y, además de contar con características tan extraordinarias como su singular ancho de vía de 2.134 milímetros, fue la primera en interesarse por unificar la medida del tiempo mediante el establecimiento de una hora oficial para todos sus servicios. Para ello, en noviembre de 1840, llegó a un acuerdo con el Royal Observatory de Greenwich, por el que adoptó como hora oficial en toda la compañía la de este meridiano.


El Great Western Railway pronto pudo constatar la eficacia de esta medida. La regularidad de sus trenes se vio incrementada por la precisión de su marcha, algo fundamental en líneas de vía única en las que el retraso de un tren repercute progresivamente sobre todos los demás con los que debe verificar un cruzamiento. Además, la propia seguridad mejoró de forma considerable. Por ello, las restantes compañías ferroviarias pronto adoptaron este sistema; Liverpool-Manchester en 1846, London & North Western en 1847 y London & South Western el año siguiente. La hora de Greenwich comenzó a ser conocida como la Railway Time.


En todo el mundo, las empresas ferroviarias siguieron el ejemplo de las británicas y procedieron a adoptar como hora oficial la de la principal localidad atendida por sus líneas. Sin embargo, esto podía provocar que en ciudades con varias estaciones, servidas por compañías diferentes, cada una se rigiese por su propio horario, según cual fuera la principal ciudad servida por sus vías.


Para que el público pudiera conocer con precisión las horas de paso de los trenes, sin tener que saber cual era la hora oficial de cada compañía, las guías de horarios se publicaban con una doble columna; en la primera figuraba la hora oficial de la empresa y en la segunda la hora correspondiente en cada una de las localidades servidas por la empresa ferroviaria.


La presencia en las estaciones de la hora oficial de la empresa ferroviaria que, en muchos casos, correspondía a la de la capital de la nación, hizo que, progresivamente, muchos pueblos y ciudades la adoptasen como propia. Por ejemplo, en 1855 el 95% de las localidades inglesas se regían por la hora de Greenwich, aunque ésta no se convirtió en oficial para todo el país hasta 1880.
Horario de los ferrocarriles de Buitrón y Zalamea a San Juan del Puerto. En los mismos se indica que los relojes del ferrocarril llevan un adelanto de 15 minutos sobre la hora local

La unificación en otros países europeos


Uno de los primeros países en los que el ferrocarril impulsó la unificación horaria fue Italia, cuyo territorio también se había unificado de forma paralela al desarrollo de este medio de transporte. El 12 de diciembre de 1866, las principales empresas ferroviarias adoptaron como hora oficial la de Roma. El proceso para la unificación de la hora en el país todavía se alargó muchos años y no se completó hasta el año 1886.


En Alemania, la mayoría de las empresas ferroviarias adoptaron la hora de Berlín como unificada en 1874, aunque todavía fue preciso esperar otros nueve años para que, el 1 de abril de 1883, lograran que sus presiones ante el gobierno dieran sus frutos mediante una Ley que unificaba la hora en todo el Reich.


En Francia se unificó la hora según la que regía en la capital, París, en 1891, medida que fue corregida en 1911 para adoptar la hora de Greenwich.


Por su parte, la Ley de ferrocarriles de 1878 exigía en España que cada compañía ferroviaria adoptase la hora de la principal ciudad que atendía con sus vías y, como en la mayoría de los países, fueron las empresas ferroviarias las que presionaron para lograr la definitiva unificación de la hora en todo el territorio, según la marcada por el observatorio de Greenwich, a partir del 1 de enero de 1901.


Ya lo dijo el gran Charles Dickens, «There was even railway time observed in clocks, as if the sun itself had given in». En efecto, el hombre dejó de mirar al sol para conocer la hora ya que era suficiente observar el paso de los trenes.
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1 comentario:

  1. Hola tengo un Paul garnier que por lo que deduzco fue del de la derecha de la foto, alguien querria tenerlo en su casa, envien un mail a nediani@hotmail.com, gracias

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