La invención del ferrocarril trajo consigo algo
verdaderamente cotidiano en la actualidad, pero que, a principios del siglo XIX,
resultaba totalmente revolucionario: la movilidad. Por primera vez en la
historia, el hombre disponía de un medio de transporte que, gracias a su
notable velocidad (los primeros trenes ya circulaban a la entonces sorprendente
velocidad de 50 km/h ),
permitió superar los estrechos horizontes vitales de nuestros antepasados.
Sin embargo, el nuevo concepto de velocidad no fue
siempre bien recibido. Conocida es la enemistad de los carlistas que veían en
el ferrocarril un medio con el que el gobierno podía movilizar rápidamente sus
tropas con el fin de sofocar cualquier levantamiento. Así surgió en Navarra la
leyenda del «sacamantecas», difundida desde los púlpitos por curas de abiertas
tendencias tradicionalistas, quienes afirmaban que las compañías ferroviarias
habían contratado los servicios de tan siniestro personaje para fabricar con
las mantecas de los tiernos infantes los finos aceites lubricantes que, según decían,
precisaban para el engrase de los delicados mecanismos de las humeantes
locomotoras de vapor.
A principios del siglo XIX, las teorías sobre los
supuestos peligros del ferrocarril, asociadas a su principal novedad, la
velocidad, no solo fueron difundidas entre las clases populares, en aquella
época mayoritariamente analfabetas, sino también por algunas de las cabezas
mejor amuebladas de Europa, como es el caso del intelectual francés François
Arago.
François Arago (1786-1853) fue un eminente
matemático, físico, astrónomo y político francés. Entre sus investigaciones se
encuentra la realizada junto a Gay-Lussac, al confirmar experimentalmente la
teoría ondulatoria de la luz. Asimismo descubrió los fenómenos relativos al magnetismo
rotatorio de la tierra y su relación con las auroras boreales. Con Fresnel,
descubrió las leyes de la polarización cromática de la luz, y con la
colaboración de Biot, logró medir el arco terrestre, contribuyendo al
desarrollo del sistema métrico. Además supo compaginar su trabajo científico
con una brillante carrera política, tras tomar parte en la revolución de 1830.
Posteriormente fue elegido diputado por el ala de extrema izquierda, en
representación de Perpignan. Tras la revolución de 1848, recibió el
nombramiento de ministro de Guerra y Marina, aunque renunció al cargo tras el
golpe de estado de Napoleón III.
Y, sin embargo, una personalidad de la talla de
Arago, no fue capaz de entender los nuevos horizontes que la velocidad
ferroviaria abría para la humanidad. Desde su escaño en las cortes francesas,
el eminente científico luchó con todas sus fuerzas contra el desarrollo del
ferrocarril, utilizando para ello argumentos de supuesto rigor científico.
Entre las razones aducidas, una de las más llamativas era la afirmación de que
el efecto de la presión sobre el cuerpo humano, circulando a más de 50 km/h , tendría tales
efectos que produciría el aplastamiento de las vísceras, con efectos funestos
para los viajeros. Asimismo, profetizó que la rápida traslación de los viajeros
de un clima a otro, por ejemplo, entre la cálida Costa Azul y los Alpes,
afectaría fatalmente a las vías respiratorias. Por su parte, los movimientos de
trepidación de los trenes a su paso por las juntas de los carriles,
favorecerían el desarrollo de enfermedades nerviosas, afecciones histéricas,
síntomas epilépticos y el propio baile de San Vito, mientras que la fugaz
sucesión de imágenes provocarían de forma instantánea, graves inflamaciones en
la retina.
Me recuerda lo que se escribe con rigor o no sobre las antenas de la telefonía movil actual.
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