viernes, 1 de marzo de 2013

SIGLO Y MEDIO DE FERROCARRIL EN VIZCAYA


Vista de Bilbao en 1875. Fotografía de Charles Monney. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

La tranquilidad que se puede respirar cualquier domingo en una villa de poco más de 20.000 habitantes quedó rasgada a las diez de la mañana del 1 de marzo de 1863, por el violento estampido de centenares de cohetes, el voltear de las campanas de todas las iglesias y los vítores de una muchedumbre congregada alrededor de la estación de Abando. Desde luego, había razones más que justificadas para tanto ruido y alborozo: en ese momento partía hacia Orduña el tren inaugural del primer ferrocarril de Bizkaia. Fue a la locomotora de vapor Nº 28, bautizada precisamente con el nombre de Orduña, la que tuvo el honor de arrastrar el tren inaugural, formado por un furgón, tres coches de primera clase, un salón, otros tres coches de primera y, cerrando la composición, otro furgón.
Vista de los muelles del Nervión. Al fondo se observa la recién construida estación de Abando. Año 1863. fotografía de J. Laurent. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

El entusiasmo que invadió a los bilbaínos y a las muchedumbres que recibieron al tren inaugural en las estaciones de Arrigorriaga, Areta, Amurrio y Orduña, estaba de sobra justificado, ya que este convoy representaba la culminación de más de treinta años de proyectos y también de frustraciones que, gracias al tesón de toda Vizcaya, se veían en aquel momento felizmente superadas.
Vista general de la estación de Bilbao-Abando. Fotografía de J. Laurent. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

Los primeros proyectos para la implantación de una vía férrea en Vizcaya se remontan al año 1832, cuando apenas habían transcurrido dos años desde la inauguración del primer ferrocarril moderno del mundo entre las ciudades británicas de Liverpool y Manchester. Fue en esta fecha cuando Pedro Novia Salcedo presentó a la Diputación de Vizcaya el «Plan de Iguala» en el que, entre otras obras para la mejora de los caminos del Señorío, proponía  la construcción de un «camino de fierro» entre Bilbao y Balmaseda, primer eslabón de un futuro ferrocarril que por un extremo podría continuar hacia Burgos y Madrid y por el otro hacia la frontera del Bidasoa. El estallido de la primera guerra carlista, así como la posterior abolición de los Fueros, paralizaron el desarrollo de este ambicioso proyecto.
Interior de la estación de Bilbao-Abando. En el momento de su construcción era la de mayores dimensiones de toda España. Fotografía de J. Laurent. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

Finalizada la guerra y una vez recuperada la normalidad, el Ayuntamiento de Bilbao, la Diputación  y la Junta de Comercio retomaron la iniciativa y, en 1845, obtuvieron la necesaria concesión gubernativa, contrataron ingenieros británicos para estudiar el trazado y constituyeron una empresa para la construcción y posterior explotación del ferrocarril de Madrid a Irún por Bilbao. Sin embargo, la crisis que asoló en aquellos años a las principales bolsas del mundo, bloqueó la financiación de la empresa y, aunque llegó a intervenir el propio Marqués de Salamanca, el proyecto quedó nuevamente frustrado lo que precipitó la caducidad de la concesión en 1855.
Vista del puente de La Peña, fotografiado en 1863. Fotografía de J. Laurent. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

Un año más tarde, el gobierno español promulgó dos leyes, la de banca y la de ferrocarriles, que resultaron fundamentales para el definitivo desarrollo de la red ferroviaria española, así como para garantizar la financiación de las nuevas compañías explotadoras. Al calor de la nueva legislación promulgada en 1856, llegaron a España ingentes sumas de capital, sobre todo francés, que facilitaron la construcción de las principales vías férreas de nuestro país, cerca de 5.000 kilómetros, en un tiempo record: apenas una década. Naturalmente, una de las líneas más atractivas para los inversores foráneos no era otra que la llamada a unir Madrid con la frontera del Bidasoa cuya concesión fue otorgada en 1856 al Crédito Mobiliario Español, banco auspiciado por los hermanos Pereire, banqueros franceses estrechamente vinculados al desarrollo del ferrocarril en su país. En 1858, esta entidad financiera creó la Compañía del Norte, a la que transfirió su concesión ferroviaria. Sin embargo, el trazado finalmente elegido establecía la nueva vía férrea por Miranda de Ebro, Vitoria y Alsasua, dejando a un lado a Bilbao. La capital vizcaína corría un grave peligro, ya que podía quedar marginada del nuevo mundo que se tejía alrededor de las modernas redes de comunicación.
Vista del viaducto de Miravalles. Fotografía de J. Laurent. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

Para conjurar el grave riesgo que se cernía sobre la capital de Vizcaya, las fuerzas políticas, sociales y económicas del Señorío se movilizaron nuevamente con el propósito de construir un ferrocarril que permitiera su unión con la línea general del Norte. El apoyo de algunos empresarios, propietarios y comerciantes de la Rioja hizo que finalmente se optara por la construcción de un ferrocarril desde Tudela hasta Bilbao. La nueva línea enlazaría en la primera localidad con el ferrocarril de Zaragoza a Pamplona, aunque finalmente el empalme se estableció en Castejón de Ebro. Además, conectaría con las vías de la Compañía del Norte en la estación de Miranda de Ebro.
Vista de la estación de Castejón de Ebro. Año 1863. Fotografía de J. Laurent. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

En pocas semanas se pudo reunir la suma de cien millones de reales, una cifra impresionante, si se tiene en cuenta que, en 1863, poco tenía que ver la capital vizcaína con lo que hoy conocemos. Bilbao era una pequeña aunque activa villa, con apenas 18.000 habitantes, dedicada históricamente al comercio, por lo que la conexión de su puerto fluvial con el interior peninsular, a través de un moderno ferrocarril, resultaba fundamental para garantizar su futuro, sobre todo cuando la industria siderúrgica y la minería, que pocos años después impulsaron la economía del territorio, apenas habían iniciado su desarrollo.
Primitiva estación de Logroño, fotografiada en 1863 por J. Laurent. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

En 1858 se iniciaron las obras del ferrocarril, dirigidas por el ilustre ingeniero británico Charles Vignoles, el mismo que difundió en Europa los carriles que llevan su nombre, hoy en día, los más comunes en los ferrocarriles de todo el mundo. La compañía del ferrocarril de Tudela a Bilbao también contrató empresas británicas, como la de Thomas Brassey para la construcción de los 248 kilómetros de trazado y el material móvil también se adquirió en Inglaterra: las locomotoras a la firma Beyer Peacock y los coches a la casa Ashbury, ambas de Manchester.
Vista de la estación de Miranda de Ebro en 1863. Fotografía de J. Laurent. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

El primero de marzo de 1863 se abrió a todo tipo de tráficos el primer tramo de la línea, desde Bilbao hasta Orduña y, además, los trenes de mercancías alcanzaron a partir de esa fecha la estación de Miranda de Ebro, con lo que el puerto de Bilbao se convirtió en el primero del Cantábrico conectado con la meseta por vía férrea. Para celebrarlo, tras el viaje inaugural a Orduña, seguido por el correspondiente banquete celebrado en las cocheras establecidas por la empresa ferroviaria en esta ciudad, los invitados regresaron a la capital vizcaína, donde se procedió a la bendición simbólica de ocho locomotoras conducidas, entre otros, por Cipriano Segundo Montesinos, director de la compañía del ferrocarril de Tudela a Bilbao y el propio Charles Vignoles.
Bendición de las locomotoras del ferrocarril de Tudela a Bilbao. Fotografía de Auguste Muriel

El éxito técnico del nuevo ferrocarril fue indiscutible y, de hecho, 150 años después, todavía se mantienen en uso muchas de las infraestructuras levantadas entonces, como los elegantes viaductos de La Peña y Miravalles, así como la docena de túneles que jalonan la vía hasta Miranda. Por el contrario, el resultado financiero de la empresa fue desastroso, no por falta de tráfico, sino porque los beneficios de la explotación no eran suficientes para hacer frente a la gran deuda contraída durante la construcción de la línea. En efecto, pese a los cerca de cien millones de reales reunidos, a los que se sumaron otros 85 millones en subvenciones, el coste de la obra fue muy superior; más de 250 millones, lo que obligó a contraer créditos a corto plazo. Así, cuando apenas llevaba un año en explotación, la empresa ferroviaria no pudo evitar la suspensión de pagos. La segunda guerra carlista y, sobre todo, el boicot de la compañía del Norte, que desviaba los tráficos de mercancías del interior peninsular hacia los puertos de San Sebastián Pasajes y Burdeos, impidieron que mejorase la situación financiera del ferrocarril vizcaíno y, finalmente, sus resignados accionistas no tuvieron otra alternativa que malvender sus acciones a la Compañía del Norte en 1878. Años después, el gran Miguel de Unamuno escribía que

El fracaso de la compañía constructora de la línea férrea de Tudela a Bilbao había llegado a casi todos los rincones de la Villa, el pánico fue grande y lloraron muchos la pérdida de ahorros hechos vendiendo dos cuartos de perejil o cosa que lo valiera. Las acciones de cien duros habían bajado hasta cinco y pronto, se decía, no servirán sino para envolver confitura.
Viaducto de Gujuli. Año 1863. Fotografía de J. Laurent. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

Una vez integrada en la Compañía del Norte y libre por tanto del boicot, la línea de Tudela a Bilbao se convirtió en una de las más activas y rentables de esta empresa ferroviaria. En definitiva, el primer tren vizcaíno supuso, a corto plazo, la ruina para sus accionistas y, sin embargo, permitió integrar Bilbao en las modernas redes de transporte, lo que sin duda resultó fundamental para el futuro desarrollo de su industria y comercio. De hecho, el Bilbao de hoy es, en buena medida, el fruto del sacrificio de centenares de bilbaínos que perdieron sus ahorros pero lograron situar a su villa en el nuevo mundo de la revolución industrial.
Vista general de la estación de Bilbao-Abando, tomada en 1875 por Charles Monney. Patrimonio Histórico, Ministerio de Cultura

Pero, además, no hay que olvidar que el fracaso financiero del ferrocarril de Tudela a Bilbao resultó clave para el futuro del ferrocarril en nuestro país. En los años posteriores a la suspensión de pagos, el capital vizcaíno perdió el interés por esta clase de negocios y optó por centrarse en inversiones más seguras como el desarrollo de la minería y la industria siderúrgica, a la espera de que, al igual que sucedía en el resto del país, fuera el capital foráneo el que apostase por la construcción de nuevas vías férreas en la región. No fue así, por lo que, excepto algunos ferrocarriles mineros, no se establecieron nuevas vías férreas en Vizcaya hasta el año 1882, cuando entró en servicio el tren de Bilbao a Durango.
El fracaso financiero del ferrocarril de Tudela a Bilbao resulta clave para entender el desarrollo de los ferrocarriles de vía métrica en la Cornisa Cantábrica. Archivo de la librería Astarloa

Con el fin de reducir al máximo los costes de construcción, los impulsores del tren de Durango, tildados en los ámbitos financieros bilbaínos como los «locos del duranguillo», optaron por establecer su línea en vía estrecha, con un metro de separación entre los carriles. A diferencia del ferrocarril de Tudela, el de Durango se convirtió desde el primer día en un magnífico negocio y, por tanto, se llegó a la conclusión de que el único modo de implantar nuevas vías férreas en la compleja orografía de la cornisa cantábrica no era otro que el utilizar la vía estrecha. En consecuencia, en las últimas décadas del siglo XIX y los primeros años del XX se tejió una densa red ferroviaria de vía métrica sin parangón en Europa.
En la actualidad se conserva una de las locomotoras originales del ferrocarril de Tudela a Bilbao, la "Izarra" que, hasta su cesión a la Asociación de Amigos del Ferrocarril de Bilbao trabajó como máquina de maniobras en la fábrica de La Basconia (Basauri). Fotografía de Jeremy Wiseman


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