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domingo, 26 de febrero de 2012

DE SEVILLA A VIGO… ¡EN TRANVÍA!

Coche 307 de los tranvías de Sevilla, montado sobre un truck de tres ejes suministrado por la firma suiza SLM

A principios de los años treinta, la firma suiza Schweizerische Lokomotiv-und Maschnenfabrik (SLM) de Winterthur, desarrolló un nuevo concepto de truck tranviario articulado dotado de tres ejes. De ellos, los dos extremos eran motores y, además, soportaban el peso del vehículo, mientras que el central, con un diámetro de rueda más reducido, únicamente servía para orientar y centrar a los otros dos en las curvas. De este modo, se podía disponer de un vehículo de mayor longitud y, por tanto, de mayor capacidad, que los tranvías de dos ejes convencionales, de menor peso que un coche de bogies y que, además, podía inscribirse en curvas de radios muy cerrados, de tan solo 10 metros, lo que los hacía especialmente apropiados para circular por las sinuosas calles de los antiguos centros históricos medievales de muchas ciudades europeas.

El nuevo truck desarrollado por la SLM fue utilizado en diversas redes tranviarias de Suiza y también fue construido, bajo licencia, por la firma alemana Westwaggon y la holandesa Werkspoor que fabricaron numerosas unidades para ciudades como Munich y Amsterdam.
Truck SLM de un tranvía de Sevilla. Fotografía de Juanjo Olaizola Elordi

En España, a pesar de que las redes tranviarias de numerosas ciudades presentaban trazados muy sinuosos a su paso por los cascos históricos, no proliferaron esta clase de vehículos. De hecho, la única ciudad que contó con ellos fue Sevilla, donde en 1935 adquirieron a la firma suiza SLM catorce trucks de este tipo.

Los catorce trucks fueron carrozados por Tranvías de Sevilla en los talleres que esta empresa disponía en la sevillana calle de Gonzalo Bilbao. El primero de ellos, matriculado con el número 301, entró en servicio en 1936, días antes de que estallara la Guerra Civil, conflicto que paralizó el montaje de los trece restantes.

Este prototipo era unidireccional y presentaba una carrocería clásica de formas angulosas. Sin embargo, durante la guerra se replanteó el proyecto y los restantes trece coches, matriculados a continuación del 302 al 314, eran bidireccionales y, además, ofrecían un carrozado más moderno, con cierto aspecto aerodinámico.

Los nuevos tranvías tenían una longitud de once metros y disponían de 14 plazas sentadas y otras 50 de pie. En la red hispalense circularon, principalmente, en las líneas urbanas Nº 1 Macarena, 3 Eritaña, 6 Barrio León y 24 Hotelitos.

A mediados de los años cincuenta, al igual que sucedió en otras muchas ciudades, el Ayuntamiento de Sevilla desmanteló la red urbana de tranvías, por lo que la mayor parte de los coches de tres ejes quedaron fuera de servicio. Únicamente los tres últimos, los matriculados del 312 al 314, se mantuvieron unos años más en activo en las líneas suburbanas a Camas, San Juan de Aznalfarache y a la base aérea de Tablada.

En aquellos momentos, los tranvías de Vigo estudiaban la posibilidad de ampliar y modernizar su parque motor pero, dado que la empresa concesionaria apenas disponía de recursos económicos, resultaba impensable adquirir material de nueva construcción. En esas circunstancias, los relativamente modernos coches de tres ejes de Sevilla pronto despertaron su interés, por lo que tras las oportunas negociaciones, en 1960 adquirieron los coches 301 a 311, que fueron transportados por vía marítima. Resulta llamativo que la red gallega ya contaba con un coche de dos ejes, matriculado como 301, por lo que todos los tranvías sevillanos mantuvieron su matrícula original salvo en el caso del original 301, que fue rematriculado como 312. Los once tranvías sevillanos circularon en Vigo hasta el arbitrario cierre de esta interesante red, decretada por el ayuntamiento el 31 de diciembre de 1968.
El tranvía sevillano 310 fue fotografiado por Jeremy Wiseman en Vigo en 1965

Afortunadamente, el coche 314 sobrevivió a la definitiva supresión de los tranvías sevillanos y en el año 2005 fue reconstruido. Desde entonces se expone a la entrada de las cocheras de los autobuses urbanos de la capital hispalense, TUSSAM, situadas en la carretera de Alcalá.
 Tranvía 312 fotografíado en Sevilla por Jeremy Wiseman a principios de los años sesenta

jueves, 23 de febrero de 2012

DE CAMPANAS, TRENES Y TRANVÍAS

Desde sus orígenes, el ferrocarril ha empleado el sonido de las campanas, tanto fijas como de mano, para la emisión de diversas señales, estrictamente definidas en los reglamentos de explotación de las diversas empresas concesionarias.

Buen ejemplo de las normas de utilización de las campanas en el ferrocarril es el reglamento de señales del Ferrocarril Hullero de La Robla a Balmaseda, que indicaba en su capítulo 6, dedicado a las denominadas señales de oído, los toques reglamentarios que debían efectuarse con las campanas fijas de las estaciones:

1ª.- Un toque de campana indica que faltan quince minutos para salir el tren.
2ª.- Dos toques, que faltan cinco minutos.
3ª.- Tres toques, es señal de que salga el tren.

Otra empresa ferroviaria vasca, la Compañía de los Ferrocarriles Vascongados, ofrecía un abanico más amplio de señales reglamentarias, ya que a las tres empleadas por el Hullero, se sumaban otras tres:

4ª- Cuatro toques indican que la Estación en que se hace esta señal ha autorizado un cambio de cruzamiento. Anuncia a los empleados de la Estación, donde se ejecuta, que va a verificarse en ella un cruzamiento accidental.
5ª.- Cuatro toques, seguidos de un repique, dan a conocer que la Estación inmediata, autorizada para el cambio de cruzamiento, ha dado salida al tren a que dicha autorización se refiere. Esta misma señal se hará también al ser conocida la salida de la Estación vecina, hacia la que ha de dar la señal dicha, de un tren discrecional que no circule diariamente.
6ª.- Un repique fuerte y continuo de la campana es señal de alarma y ordena la parada inmediata de cualquier tren en movimiento. Asimismo indica al guarda-agujas encargado de la maniobra del semáforo que lo abra y cierre varias veces consecutivas. Se hará uso de esta señal en circunstancias excepcionales, para indicar la parada de un tren puesto en movimiento indebidamente.

El reglamento de esta misma Compañía también regulaba el uso de las campanas de mano, exponiendo indicaciones precisas para su uso:

Tres toques dados con la campanilla de mano, por un empleado situado a la cabeza del tren, frente a la máquina, ordena al conductor ponerse en marcha.

Otra de las funciones tradicionales de las campanas de mano en el ferrocarril era el anuncio de los diversos turnos para los comensales de los coches restaurantes en los expresos de largo recorrido. No hace mucho, todavía se podía vivir este ritual en el histórico Sudexpreso que enlazaba Lisboa con París.

Un elemento singular en este capítulo eran las campanas con las que estaban dotadas las primeras locomotoras de vapor de la Compañía del Norte, complementarias al tradicional silbato de vapor, que se utilizaban para anunciar la realización de maniobras en las estaciones. Este tipo de señalización, muy común en los ferrocarriles de Norteamérica y Alemania, pero poco frecuente en España, fue progresivamente eliminada durante las primeras décadas del siglo XX.

Por lo general, las campanas de las estaciones fueron suministradas por fundidores locales. Por ejemplo, en 1887, la Compañía del Ferrocarril de Durango a Zumárraga adquirió seis campanas, con sus respectivos yugos, con destino a las principales estaciones de la línea, a D. Francisco Aguirre Sarasua, por un valor de 246 pesetas. En esta actividad jugó un papel destacado la empresa Viuda de Murua (Vitoria), que suministró este tipo de aparatos a las principales empresas ferroviarias del Estado.

El uso de las campanas en el ferrocarril se ha limitado, generalmente, a los citados ejemplos, siendo realmente infrecuente su utilización como sonería de los relojes de las estaciones. En este sentido resulta un caso excepcional el reloj monumental de la bilbaína estación de Atxuri, posiblemente el único reloj ferroviario en España dotado de campanario. Instalado en 1913, con motivo de la construcción de la nueva estación terminal de los Ferrocarriles Vascongados, diseñada por el arquitecto Manuel María Smith, el conjunto se regulaba mediante un reloj mecánico con remonte eléctrico que enviaba impulsos eléctricos tanto al reloj que presidía los andenes de la estación, como a una compleja transmisión mecánica que accionaba, tanto las saetas del reloj monumental situado en la torre principal del edificio, como el martinete de la campana. Este equipamiento fue suministrado por la empresa alemana A.E.G., y aunque el equipo original fue sustituido a mediados de los años ochenta por una nueva maquinaria electrónica, EuskoTren tuvo el buen criterio de conservar su singular campana, que todos los días sigue marcando las horas y las medias.

La estación de Atxuri, cuenta desde 1913 con un campanario, detalle poco frecuente en las terminales ferroviarias

Junto al ferrocarril convencional, la campana también ha sido tradicionalmente utilizada en los tranvías, los cuales no son sino ferrocarriles adaptados a circular por la trama viaria de pueblos y ciudades. En este tipo de vehículos se han empleado dos tipos de campana, la primera destinada a anunciar la presencia del tranvía a los restantes usuarios de la calzada (vehículos y peatones) y la segunda para la transmisión de órdenes entre el conductor (más tarde denominado cobrador) y el wattman o motorista.

Cuando en el siglo XIX se implantaron las primeras redes de tranvías, la presencia de los animales de tiro en las calles de las ciudades era algo común, y pronto se pudo comprobar como, la utilización de silbatos o bocinas podía asustarlos, llegando a provocar graves accidentes ante la desbandada de los mismos. Sin embargo, esto no sucedía con el sonido de las campanas, al estar caballos y mulas habituados a escuchar el tañido de los campanarios de las iglesias.

Con el tiempo, los animales de tiro fueron desapareciendo de las calles de las ciudades. Sin embargo, los tranvías conservaron el sonido de la campana gracias a que permitía su inmediata identificación. En efecto, al ser tan diferente a los restantes sistemas de aviso empleados en otros vehículos, el ciudadano inmediatamente se percataba de que se aproximaba un tranvía, no un automóvil, un autobús o una ambulancia. Por otra parte, al circular por zonas con gran densidad de peatones y tráfico, resultaba necesario accionar constantemente el sistema de aviso, y, evidentemente, el uso continuado de un claxon generaría un nivel de ruidos inaceptable. Por ello, todos los tranvías modernos de Europa y Norteamérica continuan utilizando este tradicional, pero a la vez eficaz sistema de señales.

Las campanas avisadoras de los tranvías se situaban normalmente debajo de la plataforma de conducción y eran directamente accionadas por el conductor al pisar un pequeño pedal. Los reglamentos de las Compañías tranviarias, al igual que el de las ferroviarias, eran muy estrictos a la hora de señalar los motivos por los que debían accionarse estas campanas. Así, debía realizarse un toque siempre que se emprendiera la marcha, a fin de advertir la maniobra a los viajeros, transeúntes y otros vehículos. También era necesario realizar un toque en caso de cruzamiento con otro tranvía, para anunciar su presencia a los viandantes, ya que podía quedar oculto a su vista. La avería de la campana suponía la inutilización del vehículo, ya que su circulación podía resultar sumamente peligrosa al no poder anunciar su presencia.

Por su parte, en el techo de las plataformas de conducción de los tranvías se instalaban las campanas de aviso y transmisión de órdenes, accionadas desde el interior del vehículo gracias a una correa de cuero que lo atravesaba en toda su longitud.

El accionamiento de estas campanillas también estaba estrictamente reglamentado. El cobrador debía indicar al motorista que podía iniciar la marcha, una vez finalizadas las operaciones de subida y bajada de los viajeros, con un toque. Dos golpes del cobrador significaban que el tranvía debía detenerse en la próxima parada, mientras que tres indicaban todo lo contrario, ya que el tranvía circulaba al completo y no podía admitir más viajeros, por lo que solo efectuaría parada en caso de que algún viajero deseara apearse. Por su parte, un repiqueteo fuerte y continuo anunciaba una situación anormal en el interior del tranvía  que exigía su inmediata detención.
Todos los tranvías del mundo, como este de Madrid, han utilizado campanas como señal de aviso


domingo, 19 de febrero de 2012

BREVE HISTORIA DE LOS TRANSPORTES URBANOS DE VITORIA


Desde que en 1983 la ciudad holandesa de Utrecht reintrodujera el tranvía en sus calles, este medio ha sido recuperado en muchas ciudades europeas como protagonista de sus transportes urbanos.


Por lo general, los nuevos tranvías europeos se han implantado en ciudades que, en el pasado, ya habían contado con este eficaz medio de transporte. Sin embargo, éste no es el caso de algunos de los sistemas recientemente establecidos en España como los de Parla, Vélez-Málaga, Jaén o Vitoria. De todos ellos es precisamente el de la capital alavesa el único que, al menos por el momento, ha logrado un éxito indiscutible, por lo que dedicaremos este pequeño texto a reseñar los antecedentes de los transportes urbanos de esta hermosa ciudad.


La historia de los transportes urbanos de Vitoria arranca en el año 1901, fecha en la que Enrique Castroviejo plateó el primer proyecto para la implantación de un servicio de tranvías en la capital alavesa. En el estudio que presentó al ayuntamiento, este ingeniero proponía la posibilidad de implantar tres líneas, todas ellas con origen en la estación de los ferrocarriles del Norte, que se dirigirían hacia la calle Castilla, Molinuevo y la calle Ali respectivamente, conformando una red de 7.140 metros de longitud.


A diferencia de lo que estamos acostumbrados, este tranvía pionero no se planteaba para facilitar el transporte de pasajeros, sino que su objetivo principal era el movimiento de mercancías entre las principales industrias de la ciudad y la estación de ferrocarril. En este sentido, es evidente la inspiración del proyecto en el servicio que, desde 1884, ofrecía en Bilbao la empresa del Tranvía Urbano, aunque al igual que en la capital vizcaína, el proyecto consideraba que «en un futuro no ha de olvidarse de los viajeros porque así lo demandarán las necesidades de la población». No deja de ser llamativo el hecho de que, pese a que los primeros tranvías eléctricos funcionaban en Bilbao desde 1896 y en San Sebastián desde 1897, en su propuesta, Enrique Castroviejo planteaba la utilización del motor de sangre, es decir, el esfuerzo de mulas o caballos, para arrastrar el parque móvil previsto de seis vagones cerrados que rodarían por una vía sumamente estrecha, de tan solo 600 milímetros de ancho.


La propuesta pionera de Enrique Castroviejo nunca llegó a materializarse. Vitoria era a principios del siglo XX una ciudad de poco más de 25.000 habitantes en la que las distancias eran demasiado pequeñas como para justificar la inversión que suponía implantar este medio de transporte.


Un cuarto de siglo más tarde, Vitoria vivió un nuevo intento para la implantación de un sistema de transporte urbano, en esta ocasión de la mano del autobús. Fue la Compañía de Automóviles de Álava la que el 23 de julio de 1925 puso en servicio las dos primeras líneas de transporte urbano de la ciudad, tras obtener del ayuntamiento una concesión en monopolio por un periodo de diez años. Sin embargo, al igual que sucedió con el proyecto de tranvía, la baja demanda hizo que la explotación resultara ruinosa, por lo que el 1 de octubre de 1926 se suspendió el servicio.


En 1933 se planteó un nuevo proyecto de transporte público de la mano de la empresa Vitoria Ómnibus Popular, sin que se llegara a implantar el servicio. Sin embargo, el desarrollo urbano que experimentó la capital alavesa a partir de mediados del siglo pasado, gracias a la creación de nuevos polígonos industriales y al rápido crecimiento de la población, provocó un notable incremento de las distancias. Vitoria comenzaba a tener la talla necesaria para justificar el establecimiento de transportes colectivos y, en consecuencia, en 1950, el empresario Francisco Ruiz Monje puso en marcha sus primeras líneas de autobuses urbanos.

En los años sesenta, el ferrocarril Vasco-Navarro prestó un interesante servicio de cercanías en Vitoria. Fotografía de Christian Schnabel. 

Ante el vertiginoso desarrollo que experimentaba Vitoria, el servicio de autobuses implantado por Ruiz Monje pronto se demostró insuficiente, por lo que el ayuntamiento decidió implantar su propia red a través de la empresa Viviendas Municipales de Vitoria, S.A., sociedad que el 4 de agosto de 1961 estrenó cuatro autobuses Pegaso con los que pudieron iniciar su andadura las tres primeras líneas. Al mismo tiempo, la creciente movilidad generada por el desarrollo de los polígonos industriales impulsó el establecimiento de una especie de servicio ferroviario de cercanías aprovechando las vías del ferrocarril Vasco-Navarro entre las estaciones de Olárizu y Durana, con paradas en Adurza, Olagibel, Vitoria-Ciudad (Los Herrán), Los Isunzas, Forjas Alavesas, Betoño, Osinaga y Eskalmendi. Sin embargo, este interesante servicio solamente se mantuvo hasta el año 1967, fecha en que la empresa estatal FEVE decretó la supresión de este ferrocarril.


En ese mismo año de 1967 finalizó la convivencia de líneas explotadas por una sociedad municipal con otras gestionadas por el operador privado Ruiz Monje ya que tras un duro proceso de negociaciones, el ayuntamiento logró unificar todos los servicios mediante la creación de la empresa Transportes Urbanos de Vitoria, S.A. más conocida por el acrónimo TUVISA.

Autobús de TUVISA fotografiado por Xavier Guimerá en 1975

En el momento de su constitución, TUVISA pasó a gestionar seis líneas de autobuses que representaban poco más de treinta kilómetros de recorrido, lo que resultaba insuficiente para atender las crecientes necesidades de la capital alavesa. Por ello, pronto se inició un proceso de expansión de modo que en 1976 la red contaba ya con diez líneas, mientras que el parque de autobuses, que hasta finales de los años ochenta fueron suministrados en exclusiva por la casa Pegaso, se incrementó de forma constante. El monopolio del constructor nacional se mantuvo hasta 1988, año en el que se adquirieron las primeras unidades del fabricante sueco Scania y, cuatro años más tarde, en 1992 comenzaron a circular los primeros vehículos de piso bajo, aunque la eficacia de esta disposición es relativa ya que, a diferencia del tranvía, por lo general resulta imposible una aproximación suficiente a la acera que permita superar sin contratiempos la distancia al pavimento. Ante el incremento de la demanda, en 1996 TUVISA incorporó a su flota los primeros autobuses articulados, a excepción de una unidad Pegaso tipo 6035-A que compró en 1970 pero a la que pronto se le suprimió el remolque debido a la menor demanda de transporte de aquella época.


Fue precisamente a mediados de los años noventa cuando se volvió a plantear la posibilidad de establecer una moderna red de tranvías urbanos en Vitoria. Sin embargo, este primer intento no encontró el necesario apoyo municipal y fue abandonado hasta el año 2002. Seis años más tarde iniciaba su andadura el nuevo tranvía vitoriano.


Con más de 7,4 millones de viajeros en el año 2011, el nuevo tranvía de Vitoria es un éxito incuestionable y resulta indudable su contribución al despegue definitivo de los transportes públicos en la capital alavesa. Es preciso recordar que, en vísperas de la puesta en servicio del tranvía, los autobuses urbanos habían alcanzado su récord histórico de demanda, con 12 millones de viajeros anuales. Evidentemente, la introducción del tranvía afectó a estas cifras pero, en 2011 prácticamente se habían recuperado, al registrar 11,8 millones de viajeros. Es decir, entre 2007 y 2011, la demanda del transporte urbano en Vitoria ha pasado de 12 millones a más de 19, ¡un espectacular incremento del 64%!, cifra desconocida en cualquier otra ciudad de nuestro entorno.

 En diciembre de 2008 inició su andadura el tranvía de Vitoria

miércoles, 15 de febrero de 2012

EL ACCIDENTE DE ZUMAYA

El 15 de febrero de 1941 un violento huracán derribó un tren a su paso por el puente sobre el río Urola en Zumaya. En la imagen se aprecia la locomotora, descarrilada, y los coches volcados sobre la ría y el terraplén.
 
Un día como hoy, pero en el año 1941, un violento huracán, que en aquel mismo momento estaba atizando un incendio que destruyó buena parte del casco urbano de Santander, provocó uno de los accidentes más trágicos en la historia de los ferrocarriles del País Vasco. Un tren de viajeros de la Compañía de los Ferrocarriles Vascongados, que circulaba con retraso precisamente por haber esperado el enlace con el procedente de la capital cántabra en la estación de Ariz, circulaba sobre el puente metálico existente sobre el río Urola en Zumaya cuando la caída de un árbol sobre la catenaria lo detuvo. Poco después, una violenta ráfaga de aire volcó toda la composición y el furgón quedó colgando del enganche de la locomotora, los tres primeros coches cayeron a las turbulentas aguas de la ría, los dos siguientes a la vía del ferrocarril del Urola que accedía al puerto de Zumaya y, los cuatro últimos, quedaron volcados sobre el terraplén de acceso al viaducto. Solamente la locomotora, más pesada que los coches, permaneció, aunque descarrilada, sobre la vía.


Tres días más tarde, la prensa donostiarra relataba el suceso en los siguientes términos:


LA VIOLENCIA DEL HURACÁN VUELCA EL TREN DE BILBAO
CUYOS VAGONES CAEN AL RÍO DESDE EL PUENTE DE ZUMAYA


A nuestra redacción se hicieron en la madrugada del domingo llamadas telefónicas por algunas personas de la ciudad que esperaban la llegada de parientes en el tren de Bilbao que debía haber llegado a las nueve de la noche. Estábamos incomunicados telefónicamente con la provincia; en la estación de Amara no había noticias y nada pudimos concretar aunque mucho nos temíamos hubiera ocurrido algún accidente, considerando el horroroso ciclón que se había desencadenado.


En efecto, cerca de las seis de la mañana llegó al Gobierno civil un propio enviado por la Alcaldía de Zumaya, con una carta en la cual se daba cuenta de la importante desgracia. El señor Caballero organizó inmediatamente servicios de socorro y asistencia, ordenando su marcha a Zumaya; y él mismo, con el inspector provincial de Sanidad, salía a las seis y media de la mañana para el lugar del siniestro. Sucesivamente fueron saliendo desde aquí los médicos, enfermeras y religiosas de la Cruz Roja; el equipo quirúrgico del capitán señor Cárdenas y las ambulancias de la inspección provincial de Sanidad, militares y municipal de San Sebastián, y ómnibus y autobuses particulares que el gobernador civil movilizó en los primeros momentos.


Pudimos hablar con una señorita de Zarauz que milagrosamente había logrado salvarse, sufriendo sólo fuertes magullamientos. Nos dijo que al pasar por Zumaya, donde ella montó, el tren traía ya tres horas de retraso. En este momento, la intensidad del huracán era realmente impresionante. El tren, por las pérdidas de energía eléctrica a causa del temporalazo, y venciendo la resistencia del ciclón, avanzaba con lentitud. Al llegar al segundo tercio del puente de San Miguel de Artadi, sobre el río y la línea del Urola, sufrió una fuerte sacudida, a resultas de la cual el motor debió quedar desenganchado del resto del convoy.


Arreciaba el aire, en oleadas de miedo, que hacían bambolearse a babor y estribor a los vagones. El huracán arrancaba de cuajo portezuelas; maletas y equipajes caían, y los viajeros del vagón en que iba ella decidieron echarse al suelo; pero en vista de que el coche continuaba dando bandazos, optaron por instalarse a derecha e izquierda, buscando el equilibrio. Todo inútil: el vagón era un juguete del viento, produciéndose un estrépito ensordecedor. Llegó lo temido: una de las oleadas derribó el furgón, inmediato a la locomotora, y con él cayeron al río otros dos vagones, quedando las cinco unidades restantes sobre el terraplén, alguna en posición increíble, contenida por un simple árbol.


El vagón al caer dio tres vueltas de campana; y ya nuestra informante perdió el conocimiento a causa de los golpes. Al recobrarlo -¿cuánto tiempo pasó?- se encontró sentada, entre escombros, en incesante golpeteo de piedras y árboles sobre el coche y a intervalos fortísimos chispazos producidos por contactos de cables, que hacían el cuadro más macabro. Empezó a oír lamentos y quejidos de dolor y poco después vinieron a salvarles. Tres de las personas que iban en el departamento con la señorita han muerto.


Animosa, aunque dolorida por los golpes, la dejamos en la clínica, dispuesta a ser reconocida por el doctor Zuriarrain. “Ya puedo dar gracias a Dios –nos dice– que ayer volvió a darme la vida.


Un niño de una familia de Guernica que vive desde hace poco tiempo en Zarauz, fue protagonista del siguiente caso milagroso. Antes de que ocurriera la catástrofe, un ramalazo del huracán le arrancó de la plataforma, arrojándole a la ría y quedando metido en el fango hasta medio cuerpo, sin poder salir a pesar de sus desesperados esfuerzos. Momentos después los vagones caían cerca de él y a causa de la presión que ellos produjeron el afortunado chaval se vio desprendido de sus ligaduras de fango y despedido más de ocho metros de distancia, quedando a salvo totalmente.


El maquinista del tren nos ha dado la siguiente referencia de cómo se produjo el accidente. El convoy arrancó con toda normalidad de la estación de Zumaya, sin que notáramos nada extraño hasta llegar a la mitad del puente sobre el Urola. En este momento, un fuerte golpe de viento arrancó los troles de la locomotora produciéndose terribles chispazos que conmovieron a todo el tren. La máquina quedó descarrilada sin que cayera al río. Con un estrépito formidable se rompieron los enganches que la unían a las demás unidades, las cuales fueron precipitándose en el río y a lo largo del terraplén, comenzando por el furgón delantero que, junto con un coche de primera y otro de tercera, quedaron medio sumergidos en la ría.


El maquinista trató de salir de la cabina de control, pero se vio imposibilitado de conseguirlo y estuvo apunto de ser arrastrado por el viento. En vista de ello se quedó obligado a esperar en su puesto a que cesara el vendaval sin poder, por tanto, cooperar a los trabajos de auxilio a las víctimas.


El balance final del trágico accidente fue de 22 muertos y 54 heridos graves. La mayoría de los cadáveres pudieron ser recuperados de inmediato en el río o en el interior de los coches, pero el cuerpo de jefe de tren, Agustín Azcona, no apareció hasta el 22 de abril de 1941, cuando fue encontrado en la playa de Santons, en las Landas francesas. Posteriores investigaciones establecieron que la velocidad de la ráfaga del viento que volcó el tren fue, al menos, superior a los 180 kilómetros por hora.


Este trágico accidente ha quedado grabado en la memoria histórica de este ferrocarril y, de hecho, cuando las previsiones climatológicas pronostican episodios especialmente adversos, como la ciclogénesis explosiva que asoló el País Vasco a finales de febrero de 2010, EuskoTren suspende la circulación de trenes sobre este viaducto.
Primer plano de dos de los coches volcados por el huracán. Sobre el viaducto, el tren de socorro compuesto por una locomotora de vapor y un furgón.

domingo, 12 de febrero de 2012

ASTILLEROS DE CÁDIZ Y LA CONSTRUCCIÓN DE MATERIAL FERROVIARIO

Astilleros de Cádiz. Talleres destinados a la construcción de material móvil ferroviario


Como su nombre indica con claridad, los Astilleros de Cádiz se dedicaron, desde finales del siglo XIX, a la construcción naval pero, como en otras empresas similares de nuestro país, en sus talleres también se construyeron, durante muchos años, importantes series de coches y vagones para nuestros ferrocarriles.
La ciudad de Cádiz, por su estratégica situación geográfica, ha sido desde su fundación por los fenicios, uno de los principales puertos marítimos de la península ibérica. Vinculado a esta actividad, desde tiempos inmemoriales se establecieron en las inmediaciones de la ciudad diversos establecimientos de construcción naval.

A finales del siglo XIX, y al calor de la política de reconstrucción de la flota impulsada por el gobierno, surgieron diversas iniciativas para el establecimiento de un astillero en Cádiz que culminaron en 1888 con la adjudicación de la construcción del crucero Carlos V a la Factoría Naval Gaditana. Poco después, en 1891, esta empresa fue adquirida por la familia Vea-Murguía y, a partir de 1898 se vendió a la Constructora Naval Española. Sin embargo, la falta de pedidos de importancia hizo que en 1903 se clausurase el astillero, que permaneció abandonado hasta el año 1917, fecha en que sus instalaciones fueron adquiridas por la sociedad Echevarrieta y Larrinaga de Bilbao.
Placa de construcción de un coche de viajeros de la serie 5.000 de Renfe construido por Echevarrieta y Larrínaga

 
La sociedad Echevarrieta y Larrinaga, liderada por el empresario bilbaíno Horacio Echevarrieta, había cimentado sus negocios en diversas industrias extractivas, siendo la más destacada la concesión de las minas de hierro de Ojos Negros cuya explotación había arrendado a principios de siglo a la Compañía Minera de Sierra Menera. En 1917 adquirió el astillero gaditano con la pretensión de aprovechar las favorables circunstancias para la industria naval que había propiciado la primera guerra mundial. Sin embargo, dado el estado de abandonado del astillero, fue necesario un prolongado periodo de puesta en marcha por lo que, cuando finalmente se encontraba en condiciones de iniciar la producción, el final de la guerra y la normalización del mercado hizo que apenas obtuvieran pedidos de entidad. Para compensar la escasa demanda de buques, la factoría emprendió otro tipo de construcciones como es el caso de un puente metálico de 300 toneladas construido en 1923 con destino al Metro Trasversal de Barcelona, empresa e la que participaba Horacio Echevarrieta y que, probablemente, fue la primera obra de carácter ferroviario realizado en este astillero. Otras realizaciones singulares de este periodo fueron la del buque escuela de la marina española, el Juan Sebastián Elcano, botado en 1927 o una reproducción de la carabela Santa María con destino a la exposición iberoamericana de Sevilla de 1929.

Los Astilleros de Cádiz no deben confundirse con otra factoría naval situada en la misma bahía, la de Matagorda, propiedad de la Sociedad Española de Construcción Naval, en la que también se fabricó y reparó material móvil ferroviario. Su actividad fue siempre muy irregular debido a la crónica falta de pedidos que arrastró durante años. La situación mejoró en parte durante la Guerra Civil, al realizar importantes trabajos de mantenimiento de la flota rebelde al mismo tiempo que se introdujo en el sector ferroviario, al iniciarse en 1938 la reparación de material motor y remolcado, primero de Oeste-Andaluces y más tarde de Renfe.

De la reparación del material móvil, pronto se pasó a su construcción y, en 1946, el astillero recibió un primer pedido para la fabricación de 26 vagones cerrados sin freno y otros cinco con freno para Renfe. Ese mismo año la empresa estatal también les encomendó el primer contrato para el suministro de coches de viajeros, en concreto 22 unidades de segunda clase de la serie 5.000, cuya construcción se vio retrasada por un hecho determinante en la vida de esta factoría: la explosión de su vieja fábrica de torpedos, convertida en almacén improvisado de minas. El accidente que no solo arrasó todas las instalaciones del astillero, sino que sembró de destrucción buena parte de la bahía de Cádiz, provocó en la ciudad 152 muertos, de ellos 27 en el propio astillero, y más de 5.000 heridos. En consecuencia, la última unidad de este pedido no se entregó hasta el año 1953.

Pese a que de inmediato se procedió a la reconstrucción de las instalaciones, la situación económica del astillero era insostenible por lo que, en 1952, la factoría fue incautada por el Instituto Nacional de Industria. Desde esta fecha, y gracias al decidido apoyo estatal, Astilleros de Cádiz experimentó un rápido crecimiento, centrado principalmente en la construcción naval, pero sin dejar de lado el sector ferroviario, que venía a suponer un 12% de su cifra de negocio. La producción se especializó en la fabricación de vagones de mercancías de todas clases, sobre todo los destinados a trasportes pesados, como los suministrados a Ensidesa, sin abandonar la realización de grandes reparaciones de coches, vagones y locomotoras.
Placa de construcción de un coche de Renfe construido por Astilleros de Cádiz el año de su incautación por el INI

 
En 1969, Astilleros de Cádiz se integró, junto a la Sociedad Española de Construcción Naval y Euskalduna en la nueva sociedad Astilleros Españoles. Una de las primeras decisiones estratégicas de sus nuevos rectores fue la de centrar la producción de material ferroviario en la factoría que poseía la antigua Euskalduna en Villaverde Bajo (Madrid), taller que, años más tarde, se convertiría en la empresa ATEINSA, hasta su integración en el grupo GEC-Alsthom a principios de la década de los noventa. De este modo, el astillero gaditano abandonó de forma paulatina la fabricación de vagones, para centrarse a partir de finales de los años sesenta en la realización de grandes reparaciones y transformaciones de buques.




Locomotora de vapor en reparación en los Astilleros de Cádiz

martes, 7 de febrero de 2012

BILBAO-ABANDO, UNA ESTACIÓN EXCEPCIONAL

Uno de los aspectos que más llama la atención al lego en la materia, es la denominación de algunas estaciones ferroviarias, donde es común ver un nombre compuesto por dos topónimos diferentes. Apenas hay alguna comunidad autónoma que no cuente en su red ferroviaria con algún ejemplo como los de Castellbell i el Vilar-Monistrol de Montserrat (Catalunya), Linares-Baeza (Andalucía), Aia-Orio (Euskadi), Benifaió-Almussafes (País Valenciano), Usagre-Bienvenida (Extremadura), Almuradiel-Viso del Marqués (Castilla-La Mancha), Fontioso-Cilleruelo (Castilla y León), San Clodio-Quiroga (Galicia), Caldearenas-Aquilué (Aragón), Biurrun-Campanas (Navarra), Bustarviejo-Valdemanco (Madrid) o Alguazas-Molina (Murcia)… y así se podría continuar en un larguísimo etcétera.
El origen de estas denominaciones compuestas se remonta a los propios inicios del ferrocarril en nuestro país. A la hora de establecer las estaciones ferroviarias, las Compañías intentaron bautizarlas con el nombre de la población más importante situada en sus proximidades. Sin embargo, esta decisión pronto fue contestada por las fuerzas vivas de algunas localidades, en cuyo término municipal se levantaba la estación, cuando en su nombre non se hacía referencia alguna a su toponímia, en beneficio de otra localidad vecina de mayor entidad.
Para intentar establecer una norma definitiva en esta materia, el 15 de octubre de 1863 el Gobierno de la reina Isabel II dictó una Real Orden que señalaba:
La Reina se ha servido disponer, como regla general, que las estaciones de los ferrocarriles tomen su nombre de los pueblos en cuyo término jurisdiccional se hallen situadas, sin perjuicio de que las empresas añadan en sus carteles de anuncio al nombre oficial cualquiera otro con el que crean ser más conocidas…
De este modo, se sentaron las bases para poder bautizar las estaciones ferroviarias con nombres compuestos, dejando claro que, en primer lugar, figuraría el del término municipal en el que se encontrase enclavada la estación y, en segundo lugar, el de la población o poblaciones de entidad situadas en el entorno más inmediato. En ocasiones, esta medida podía crear cierta confusión al viajero ya que, por ejemplo, en el caso de Aia-Orio, aunque enclavada en el término municipal de Aia (Gipuzkoa), su casco urbano se encuentra a más de siete kilómetros de distancia, mientras que Orio está situado a poco menos de 500 metros.
Sin embargo, como dice el refrán, toda norma tiene su excepción y, en el caso de la Real Orden del 15 de octubre de 1863, no podía ser menos. Todo el mundo conoce el singular carácter de los bilbaínos y, por tanto, a pocos les extrañará que sea precisamente a ellos a los que les correspondiese esa excepción que hacía buena a la norma.
En efecto, el texto de la citada Real Orden señalaba, a continuación del párrafo que hemos transcrito anteriormente que:
… exceptuándose únicamente de dicha regla la estación en que termina el ferrocarril de Tudela a la capital de Vizcaya, la cual, aun cuando construida en el término de Abando, llevará el nombre de estación de Bilbao, por designar así la ley de su concesión este punto extremo de la línea.
Tal y como señala el texto legal, en 1863, el año en que se inauguró el ferrocarril de Tudela a Bilbao, Abando era, todavía, un municipio independiente de Bilbao. De hecho, la primera anexión de este término municipal a la capital vizcaína no se produjo hasta siete años más tarde y, la definitiva, en 1890. Sin embargo, como la concesión legal del ferrocarril era de Tudela a Bilbao, aunque la terminal no se situaba en la villa invicta, el gobierno decidió que, en este caso se alterase el orden de prelación previsto y figurase en primer lugar el de Bilbao, en detrimento de Abando.


La Biblioteca Nacional conserva esta histórica fotografía de J. Laurent en la que se aprecia la situación de la estación Abando. En el momento en que se tomó la instantánea, hacia 1865, todos los terrenos situados en la imagen a la derecha del río Nervión, pertenecían al municipio de Abando, mientras que Bilbao ocupaba la orilla opuesta.


domingo, 5 de febrero de 2012

LOS PRIMEROS FRUTOS

 Un de las locomotoras de la serie 601-605 de Norte, fotografiada por el británico Martín von Simson en el puerto de Valencia




Apenas he estrenado este modesto blog y ya ha dado sus primeros frutos.

La primera entrada, dedicada a la fotografía ferroviaria más antigua tomada en Gipuzkoa, de inmediato llamó la atención de mi colega, Javier Fernández López, director del Museo del Ferrocarril de Asturias. A simple vista, le sorprendió la fecha en que estaba datada la imagen, 1863, que contrastaba con la presencia en ella de una locomotora de vapor de maniobras de la serie 601-605, popularmente conocidas como las «Cuco» de la Compañía del Norte. Este hecho no cuadraba con la fecha de construcción de estas locomotoras que, habitualmente, se ha indicado como procedentes del año 1867. Así lo señalaban, entre otros, los propios álbumes de locomotoras de la Compañía del Norte o la, por otra parte magnífica, obra «Locomotoras de la Compañía del Norte», de mi buen amigo Fernando Fernández Sanz.

Pronto, el propio Javier Fernández encontró la respuesta a esta aparente paradoja. En realidad se trataba de un error arrastrado por varios autores, posiblemente desde la publicación de los primeros álbumes de material motor de la Compañía del Norte, ya que, lo cierto es que las cinco locomotoras fueron construidas por los talleres de Schneider, en Le Creusot (Francia), en el año 1863. Probablemente, su compra vino justificada por la necesidad de activar al máximo las obras de construcción de la línea Madrid-Irún en el único tramo pendiente de concluir en ese momento: el paso de la difícil divisoria de aguas entre el Mediterráneo y el Cantábrico en la sección de Olazagutía a Beasain. Este es el caso de la locomotora fotografiada en Zumárraga precisamente en el año de su construcción.

Una vez finalizadas las obras, estas pequeñas locomotoras, sin apenas más reformas que el cierre de sus plataformas de conducción con unas sencillas marquesinas que ofrecían un mínimo de protección a maquinistas y fogoneros, prestaron servicio de maniobras hasta su definitiva jubilación en 1863, cuando estaban a punto de cumplir el siglo de existencia.

Afortunadamente, una de ellas, la 602, bautizada como «Tarraco» se conserva como monumento en las proximidades de la estación de Tarragona. Además, la firma Ibertren ha reproducido este modelo en escala HO, para delicia de los modelistas más exigentes.

Otro fruto es el que nos aporta Carlos Peña Aguilera, presidente de la Asociación de Amigos del Ferrocarril y del Tranvía de Granada y profundo conocedor de la red de tranvías urbanos e interurbanos de su ciudad. En su comunicado nos indica que, en realidad, el auténtico tranvía «Zapatones» no era el número 33 de Tranvías Eléctricos de Granada, sino su predecesor, el Nº 32.

Al parecer, el coche 32 original había sido destruido en 1926, a los pocos años de su puesta en servicio, al ser alcanzado por un rayo. Para sustituirlo, Tranvías Eléctricos de Granada decidió transformar someramente uno de los grandes furgones automotores que había adquirido para el transporte de mercancías en el ferrocarril de Alhedín a Durcal. A la vista de la fotografía adjunta, se puede apreciar perfectamente que, en efecto, este coche de viajeros desciende directamente de un furgón automotor.

Puesto en servicio en 1930, la experiencia debió de ser lo suficientemente satisfactoria para que Tranvías Eléctricos de Granada se plantease la transformación de otro de sus grandes furgones automotores en coche de viajeros, que fue matriculado con el nº 33. Sin embargo, en este caso, en lugar de aprovechar la carrocería original, construyeron una completamente nueva, con un aspecto mucho más elaborado y afortunado que el de su predecesor.

No me queda más que agradecer a Javier Fernández y  Carlos Peña su ayuda y colaboración, al mismo tiempo que aprovecho esta oportunidad para animar a los lectores de este modesto blog a plantear cualquier cuestión sobre la rica historia de nuestros ferrocarriles y tranvías, que resulte de su interés.


Tranvía Nº 32 de Granada, el primer «Zapatones»